Cuba se reduce y contrae. La superficie de las oportunidades está regresando a su estado de depresión e incertidumbre, y un invierno desolador amenaza peligrosamente transformar el entusiasmo productivo de los ciudadanos creativos y laboriosos, en la caótica apatía de los seres que no esperan nada. Decenas de negocios están esperando que el gobierno autorice las licencias de trabajo que fueron suspendidas, mientras otros tantos son forzados a suspender sus actividades laborales. El sector privado puso al descubierto la inoperancia e incapacidad irrecuperable de la economía centralizada. El socialismo es un enfermo terminal, que en su caída produce más daño que cuando está consolidando su poder.
Cuando el régimen autorizó los viajes al exterior, el pueblo no entendió el mensaje. Todo vestigio de libre mercado es una amenaza inaceptable para las ideologías totalitarias, por lo que la realización personal, de los que sueñan con una vida de prosperidad y abundancia, ya sabe lo que tiene que hacer: La puerta está abierta para que se vaya; para que abandone su tierra.
Los comisarios políticos, que asfixian la vida nacional, no abandonaran pacíficamente sus privilegios y depredaciones impunes. Por su parte, la complicidad frustrante de esa marginalidad ciudadana que vive atrincherada en el alcohol, la droga, el robo al estado y otras tantas ilegalidades consentidas, han construido una quinta columna que el régimen aprovecha para seguir vendiendo la falsa imagen de un pueblo conforme y optimista.
La única fortaleza que parece dispuesta a no ceder, es el empeño de cientos de miles de cubanos que siguen preparándose profesionalmente para elevar sus posibilidades en el mercado laboral en el extranjero. Después de todo, y de cualquier modo, ellos constituyen el único potencial económico con que contará la Cuba futura.
Porque la caída del socialismo cubano ya tiene su lugar en la historia, a pesar de la trasnochada ilusión de la tiranía, con sus trashumantes sanguíneos revolcándose en sus delirios solitarios, y asumiendo el ridículo y la lástima como el tormento personal y extravagante de un misterioso privilegio. En definitiva, esa ha sido siempre la única piedad que los ha rescatado de morir de sí mismos.
Por Ernesto Aquino
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