LA UMAP: ESCLAVITUD Y SUICIDIOS

Por |2013-01-07T17:50:00-06:007 enero, 2013|Varios|Sin comentarios
El 19 de noviembre de 1965 el gobierno castrista
concentró  a miles de jóvenes en varias
ciudades de Cuba.   Los prisioneros eran
católicos, protestantes, masones, Testigos de Jehová, opositores políticos o
sospechosos de no simpatizar con la tiranía. La mayoría eran
jóvenes menores de dieciocho años.
Todos fuimos calificados como 
antisociales en los medios de comunicación. Para justificar la campaña
de desprestigio,  el régimen   incluyó a
algunos delincuentes.

Nos trasladaron en vagones de ferrocarril de carga de ganado hacia la
provincia de Camagüey. El tren avanzó en medio de la noche y varias horas
después se detuvo.  Apagaron las luces de
todo un pueblo y nos dieron la orden de bajar. Soldados armados con ametralladoras
nos rodeaban exigiendo que subiéramos a unos camiones.   En medio de la oscuridad nos llevaron a
lugares desconocidos. Aquella noche dormimos en el piso de tierra de barracas
miserables. Miramos a un cielo sin estrellas, parecía que  se habían escondido de pena o de vergüenza.

Eran
las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción),  campos de concentración al estilo
castrista.  Cuando amanecimos nos dimos
cuenta que todo estaba rodeado de cercas de veintiún pelos de alambre de
púas.  Éramos custodiados por soldados
armados con órdenes de disparar contra todo el que llegara hasta las
cercas.  No dividieron en compañías, cada
uno de ciento veinte jóvenes, y cada barraca albergaba a cuarenta de ellos. Los
baños eran un espacio cubierto por un techo, donde se metían de seis en seis
para dejar que el agua les cayera desde un tubo. Detrás de esos baños estaban
los excusados, seis huecos en un piso de cemento, donde se hacían las
necesidades fisiológicas a la vista de los demás, como si fueran animales.


Aquel primer grupo estuvo formado por más de veinte mil
jóvenes: Un año después eran más de cuarenta mil. Se nos obligaba a trabajar
hasta catorce horas diarias en condiciones infrahumanas.  No estábamos acostumbrados al duro trabajo
del campo y la comida era como para alimentar cerdos. Bajo el ardiente sol del
trópico, mal alimentados y mal vestidos, desde antes del amanecer hasta el
anochecer, no obligaban a trabajos agotadores, y bebíamos el agua verdosa de
los carriles de las guardarrayas. La tiranía decidió sembrar en cualquier
terreno, hasta en los pantanos. Allí los prisioneros enterraban las botas en el
fango. Había que sacar primero el pie y luego arrancar la bota. Dedicaban más
tiempo a eso que al trabajo. Por esa y otras razones, el rendimiento y la productividad
eran mínimos. A nadie le importaba eso. Así fue siempre en las UMAP, y así ha
sido siempre en Cuba durante más de medio siglo.

Quienes se atrevieron a saltar las alambradas que rodeaban
las barracas murieron ametrallados por los soldados. Algunos escapaban de los
hospitales, en los que ingresaban después de herirse cortándose los tendones de
la mano. Esa última técnica de fuga era macabra. Quienes se especializaron en
ese tipo de cirugía empleaban una cuchilla 
para cortar los tendones de la mano de un amigo que se lo pedía, luego
cubrían la herida con tierra y el machete con sangre, y gritaban avisando que
había ocurrido un accidente. Muchos quedaron con la mano inutilizada para
siempre. Algunos se lanzaron delante de los camiones en marcha, se cortaron las
venas o se envenenaron. Hubo unos doscientos suicidios.  Más de dos años y medio después, el 30 de
junio de 1968 la dictadura cerró los campos de la UMAP.  Los comisarios policiacos nos amenazaron que
si no obedecíamos las reglas del régimen seríamos condenados a trabajar como
esclavos. 

(Condensado
de Tras cautiverio, libertad, de Luis Bernal Lumpuy).

 
  

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