No había ninguna razón para dudar del resultado electoral. A la muerte de Chávez los medios de prensa y los encuestadores informaban que la popularidad de Maduro le aseguraba la presidencia por un margen sustancial. La cúpula castrista estaba feliz, tendría petróleo venezolano para continuar maniobrando una transición a la vietnamita.
Con el triunfo de Maduro la oposición democrática cubana quedaría desmoralizada. La reforma migratoria y la salida de disidentes darían la impresión que la era del cambio había comenzado. Eventualmente el gobierno de Obama permitiría que el turismo estadounidense viajara a Cuba a gastar miles de millones de dólares. Luego levantaría el embargo y llegarían las inversiones de los Estados Unidos que salvarían la dictadura reciclada.
Entonces sucedió lo inesperado. La campaña de Nicolás Maduro comenzó a hacer agua mientras que Enrique Capriles mejoraba su posicionamiento. Ni el esquema de fraude previsto garantizaba el triunfo a Maduro. La cúpula chavista se vio obligada a recurrir a métodos burdos de intimidación y timo. Ni aun así ganaron, tuvieron que robarse la elección.
Lo demás se desarrolla día a día. Nicolás Maduro ha ido perdiendo prestigio dentro y fuera de Venezuela. La oposición venezolana ha actuado con suma inteligencia reclamando el conteo de votos y pidiendo solidaridad internacional.
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