Por Ernesto Aquino.
Los planes a largo plazo, basados en promesas que no se cumplen; la falta de contacto humano con la masa social a quien se pretende beneficiar, los falsos compromisos patrióticos para enmascarar el afán de lucro y las ansias de poder son algunos de los demonios que corrompen la fe de los pueblos sometidos que, hartos de ver su confianza pisoteada, acaban aceptando su desgracia como un fatalismo insuperable.
Difícilmente podrá un pueblo sentirse motivado a promover un cambio social, importante y trascendental, si antes no abandona la autocompasión como mecanismo de defensa y deja de verse como un desamparado a la espera de una adopción milagrosa. Pero mucho más difícil será encender la cólera sana de la rebeldía necesaria si los que dan el paso primero no echan raíces en la lucha.
Desde 1959, Cuba no ha dejado de ser un país de discursos, donde los más osados y perseverantes terminan absorbidos por los proyectos demagógicos y las engañifas politiqueras de los que tejen y destejen sueños de grafiteros, mientras recaudan beneficios para su fondo de pensiones.
La lucha contra el socialismo es una lucha contra el tiempo. Las nuevas generaciones se sienten cada vez menos comprometidas con un concepto de libertad cada vez más corrompido. Mientras una nueva estirpe de culpables se levanta, disimulada y ladina, sobre el sacrificio de una minoría que lo está dando todo.
Hay que hacer un recuento de los enemigos; pero antes, tenemos que acabar con este baile de disfraces y máscaras que no nos deja ver claro en quienes podemos confiar.
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