El pueblo de Venezuela vive en la incertidumbre de no saber cuál será su próximo tormento; qué nueva barricada tendrá que levantar para contener la barbarie de los que la desangran o qué muros tendrá que derribar para no morir de hambre mientras sus gobernantes, envenenados de furia por el rechazo popular, arremeten coléricos contra cualquier reclamo de libertad y respeto.
La condena internacional y el llamado a la cordura de la comunidad de países democráticos no encuentran tierra fértil en la conciencia del régimen de Nicolás Maduro, quien continúa enquistado en la pesadilla apocalíptica de mantenerse en el poder a cualquier precio. Y de esa intransigencia se alimenta el desprecio de los genocidios, porque lo más peligroso de las tiranías no son las armas de fuego; sino la impunidad y la ceguera.
Pero el acorralado Nicolás no solo tiene que responder ante un pueblo que no lo quiere; el desquiciado presidente chavista tiene que rendir cuentas ante sus cómplices y sus aliados; esas fuerzas externas que han sostenido su régimen macabro y que no están dispuestas a renunciar al cuantioso capital de sus intereses.
Son muchos los reveses que ha sufrido la izquierda extremista. Desde la derrota electoral de Cristina Fernández, en Argentina, hasta la reciente destitución de la presidenta de Brasil, acusada de corrupción y la pérdida considerable de popularidad del presidente de Ecuador Rafael Correa. Para un beneficiario rapaz como el régimen cubano, que ha enlutado la economía venezolana con sus intercambios depredadores, la caída del chavismo no es una opción a considerar, sin antes agotar todas las conspiraciones y políticas de fuerza de que es capaz su siniestra ideología.
El pueblo venezolano tiene muchos enemigos que vencer y algunas ayudas tramposas a las que renunciar, antes que la atmósfera contaminada de la justicia social se purifique y sus aspiraciones de paz y desarrollo dejen atrás su larga noche de entreguismo irresponsable.
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