Yo no quiero que los niños sean dueños del reino de los cielos; yo sólo quiero que la justicia les garantice un mundo más seguro para que no sigan muriendo asesinados aquí en la tierra.
Iban, con la esperanza y el júbilo del entusiasmo ajeno; llevados por la autoridad de sus mayores, y quién sabe qué otra fantasía del imaginario infantil. Ese día, la libertad tendría que recoger muchas alas rotas.
Llegaron con sus sueños de Príncipes Enanos; se entraron en la nave fatal, como entra la navidad en los corazones abrazados por la fe.
Y se fueron, arrebatados por una muerte ciega, entre gemidos y espasmos de pánico. ¡Lágrimas de ángeles desesperados! clamando, a una voz, por una salvación que los dejó esperando. Fue como un concierto de rezos blancos entre las garras enojadas de una noche de demonios.
Y aún están, como sombras de luces dormidas, esperando la hora de todos los justos; el rescate de todas las inocencias; el fin de la esclavitud, la mentira y la muerte.
Ellos, no son las únicas víctimas. Las guerras, las epidemias, las enfermedades mortales, los accidentes, los desastres naturales, ¡El Hombre! y todos los errores de la indolencia, la ambición y el abuso son proveedores de millones de muertes innecesarias en todo el mundo; pero esa realidad, no puede hacernos olvidar nuestro compromiso moral y humano de exigir justicia; de perseguir sin descanso a los culpables, de señalarlos y llamarlos por su nombre, para que la ignorancia no le sirva de argumento a los cobardes, en esta hora donde estar unidos debe ser la causa de todos los que sufren.
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