La modificación de la ley constitucional cubana sobre el matrimonio, que favorece la legalización de las relaciones entre parejas del mismo sexo, ha destapado viejos rencores y atizado el fuego de la intolerancia. El impacto entre la población heterosexual, se mueve entre los extremos de la aceptación, el rechazo y la acostumbrada apatía de los que prefieren mantenerse al margen. Demasiados parece desconocer la cita bíblica “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”.
Nada que sorprenda. En Cuba, la tolerancia real hacia la comunidad LGTBI ha convivido siempre con el lastre de las murmuraciones y la incomprensión. Las expresiones corporales afeminadas, y otros estereotipos con los que se identifica a los homosexuales, a unos les parece divertido o gracioso, algunos lo aceptan como una rareza de la diversidad, mientras que para otros es inaceptable.
Incluso, los que declaran no tener “nada en contra” prefieren –o al menos esperan- que sus hijos les “salgan normales”. Claro, que si las cosas no salen como se espera, pues “no pasa nada”; a fin de cuentas, “hay que quererlos como sean”. Sin embargo, no fue precisamente la aprobación del llamado “matrimonio gay” lo que más impactó las redes sociales. La mayor conmoción la produjo el documento y la marcha de protesta de varias denominaciones cristianas.
Las autoridades religiosas que decidieron llevar a cabo esta protesta vulneraron la misión del pueblo de Dios, atribuyéndose el derecho a tomar acciones que no respaldan las escrituras. En Romanos 12:19 El Apóstol Pablo es claro cuando dice: “No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el señor”.
Y en los versículos 20 y 21 concluye: “Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza”. “No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal”.
El mundo de los inconversos tiene sus propias normas y reglas, y ni siquiera Dios interviene en sus decisiones, a menos que nosotros se lo pidamos. El cristiano no tiene autoridad ni potestad para luchar contra el pecado del mundo. Para el cristiano ya es demasiada carga luchar contra su propio pecado, cuya victoria sobre él depende absolutamente de su comunión con Cristo.
Por otra parte, el argumento esgrimido en el documento para legitimar su protesta, apoyándose en la conducta y criterios muy personales de los líderes de la revolución en el pasado, es definitivamente bochornoso.
A los cristianos nos fue encomendada una misión: Predicar el evangelio, y con él la salvación que es en Cristo Jesús. Los juicios sobre los pecados del mundo, sólo es atribución del Padre de toda justicia, en quien no hay mudanza, y del cual son esencia el amor y la misericordia en toda su plenitud.
Por Ernesto Aquino.
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