La iglesia está de luto, no los suntuosos edificios donde recrean su vanidad los creyentes, en su afán de honrar a un Dios de amor que sólo puede encontrarse entre los necesitados y menesterosos de este mundo y no en el lujo y el oropel de los templos donde se muere de vergüenza la piedad y la misericordia. Cristo ruega por nosotros.
La iglesia está de luto. La iglesia que es el cuerpo de creyentes donde se reaviva la presencia del resucitado y se justifica su sacrificio en la cruz. La iglesia que es el amor viviendo por la fe, la certeza y la confianza en la promesa divina.
Por las mismas heridas por donde sangró el nazareno sigue sangrando el salvador, crucificado como está en la falsedad de los que invocan su nombre, hambrientos de una gloria ostentosa que sólo pueden satisfacer el esplendor de sus vestiduras y sus casas de oración.
Si habrá una segunda venida de Cristo, Dios tendrá que esperar (y más le vale a los creyentes que tarde), o tendrá que conformarse con los que murieron en los primeros siglos del cristianismo.
La falta de amor, el egoísmo y la avaricia, las murmuraciones, la exaltación de los “méritos propios”; la ausencia de misericordia, los matrimonios consensuados por intereses mezquinos y deseos de la carne, la mentira, la hipocresía y la estafa de las curas milagrosas son apenas una pálida muestra de todo el arsenal de calamidades que oscurece la vida religiosa de los “iluminados del señor”.
Desde la perspectiva del martirio, muerte y resurrección de Jesús, la iglesia cristiana, llámese católica o protestante, deshonrada por las intrigas y complicidades políticas, las ostentosas riquezas de sus templos y las inmoralidades impenitentes de sus altos dignatarios, no debía clamar por la segunda venida de Cristo, sino por una cruz de penitencia y redención donde la justicia divina crucifique su maldad y su ingratitud.
Por Ernesto Aquino
Artículo de La Nueva República
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