“Aguas pasadas no mueven molinos”, pero derrumban viviendas y producen calamidades y desgracias que siempre tienen que sufrir los más desfavorecidos.
La temporada de lluvias era recibida por las comunidades primitivas como una señal inequívoca de bonanza. Garantizaba la prosperidad de las cosechas, lo que aseguraba un año de alimentación básica. Muchos países en el mundo celebran todavía, con alegría y fanfarria, la llegada de las lluvias.
Paradójicamente para los cubanos, que viven en una isla agrícola y ganadera y fustigada la mayor parte del tiempo por altas temperaturas, la temporada de lluvias es una gota más en la desbordada copa de sus infortunios.
Cada temporal, o fenómeno meteorológico acompañado de lluvia, produce pánico, incertidumbre y depresión en la población. Cientos de familias (que suman miles de personas) quedan sin hogar, luego que el paso de las aguas cede su lugar al ardiente sol y sus deterioradas viviendas colapsan y se derrumban.
Las calles insalubres, agujereadas por el abandono estatal, aumentan su escenografía de fango y excremento, factores propiciatorios de epidemias y muerte. Y las cosechas, que en otras partes del mundo prosperan y producen, se pierden y desaparecen junto a las aves de corral, las crías de cerdos y otros paliativos alimentarios.
El agua es la madre de las señales que, según hasta donde alcanza la ciencia humana, da fe de la existencia de vida en un planeta. Es el mayor regalo que la naturaleza hace al ser humano, y sin costo adicional, excepto para el cubano que, abandonado por todas las garantías y protecciones de un gobierno indolente, cínico y perverso, siente cada gota de lluvia como un zarpazo infernal que hará más insoportable su agonía y su desamparo.
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