Este mensaje del Padre Alberto Reyes, a propósito del Martes Santo, debería ayudarnos a reflexionar sobre el presente y futuro de Cuba: ¿Cuál es la razón del silencio de Dios en estas largas décadas de totalitarismo en nuestra patria? ¿Cuál propósito tiene Dios con el pueblo cubano? Estas preguntas hay que hacérselas a Dios, a quien una parte de los nosotros olvidamos y otra parte no le hemos dado el papel ni la importancia que tiene en nuestro destino como país y como pueblo. Es hora de hacerlo porque sin la ayuda de Dios será difícil que la libertad llegue y fructifique en una sociedad sin resentimientos, traumas ni odios. Me atrevo a asegurar que Dios es nuestro aliado y solamente está esperando que lo invitemos. Con su ayuda venceremos y sin ella nuestra lucha se prolongara dolorosamente aun después del castrismo. Con ustedes:
Los silencios de Dios
Es la última cena, y el panorama es desolador: Judas ha decidido traicionar al Señor; los discípulos, sus amigos, sus compañeros de camino, lo van a abandonar, y el pueblo, que fue enseñado, sanado, alimentado, va a pedir para Jesús la muerte en cruz. Aquel que ha pasado la vida eligiendo ser fiel al Padre y obrar el bien, va a ser rechazado. Y él lo sabe. ¿Dónde está Dios? Jesús ha sido fiel, y ha sido bueno, pero Dios calla, con esos silencios que nos desconciertan. Es difícil entender a un Dios que se esconde cuando tocan a nuestra puerta sufrimientos que no hemos provocado y tampoco merecemos.
La fe cristiana invita a confiar en un Dios que no vemos, y a mirar al otro como a un hermano, aun cuando ese “hermano” quiera nuestro mal. Pero ni la confianza en Dios ni la actitud fraterna pueden subsistir alimentándose solamente del sentimiento. En este sentido, la fe sigue el mismo patrón de todas las opciones definitivas: el matrimonio necesita el amor sensible y una decisión de entrega que se mantenga en medio de las fluctuaciones de la emoción; el estudio, el trabajo, los proyectos…, necesitan pasión y la decisión de continuar cuando llega el desánimo; los hijos necesitan amor gratuito y perseverancia ante los precios de una entrega continua y no siempre recompensada. La fe necesita hacerse certeza, seguridad que no excluye el sentimiento pero que no depende de él.
Por eso, Dios calla, y lo hace en aquellas situaciones donde la fe se vuelve una cuestión de vida o muerte, donde o se confía y se sigue adelante, o la persona se rinde y se hunde.
El sufrimiento cambia nuestras vidas totalmente. Cuando se ha sufrido, ya nunca se vuelve a ser el mismo. El dolor hace que el mismo hecho de vivir se vuelva distinto, y que la realidad adquiera otros matices. El que no sufre no madura, no se hace resiliente, no crece.
Cuando un matrimonio entra en crisis y sufre, y enfrenta y supera la crisis, el resultado es una reelección donde cada uno puede decir: “Ahora te amo a ti, y no a la idea que tenía de ti”. Cuando Dios se esconde y el sufrimiento nos introduce en el desierto de los sentidos, cuando tenemos que caminar y ser fieles sin entender nada, al final podemos decir: “Ahora creo en Dios, y no en la idea que tenía de Dios”. Y no sólo nuestra fe se hace más adulta y madura, sino también nuestra decisión de servir a los demás. La confianza en Dios y el servicio a los demás toman protagonismo, mientras lo pierde la necesidad de recompensa sensible.
Aún sabiendo esto, nunca dejará de ser duro.
¿Qué hacer cuando Dios calla y entramos en el desierto, en la oscuridad de la noche?
No pretender que pase, no luchar contra un sufrimiento cuyo cambio no está en nuestras manos y que solamente podemos asumir. ¿Qué podía hacer Jesús delante de la decisión de Judas y la cobardía de sus discípulos? Nada, sufrirlo, aceptarlo, tomarlo y ofrecerlo al Dios que calla. No se lucha contra el dolor inevitable. El dolor inevitable se acoge y se abraza.
Y a la vez, seguir haciendo todo lo que se hacía antes, y hacerlo lo mejor posible. No en balde decía san Ignacio: “En tiempo de borrasca, no hacer mudanza”.
¿Qué más podemos hacer? Hablar, desahogarnos, llorar, gritar si es necesario, con otros y con el mismo Dios. Decirle a Dios todo lo que sentimos, echarle la bronca a Dios si lo consideramos necesario, gritarle a Dios que no entendemos, que lo que nos sucede nos duele. Porque tal vez echándole la bronca a Dios es como único podemos decirle luego: “Yo sé que tú estás, no te veo, no te siento, pero sé, en lo más profundo, que tú estás”.
Y en medio de los silencios de Dios, no dejar de decirnos estar tres cosas:
– Que Dios nos ama, y sabe lo que hace.
– Que Dios no va a permitir que llegue a nosotros nada que no podamos enfrentar.
– Que Dios no va a permitir que llegue a nosotros nada que no contenga una bendición.
Y así, cuando la tormenta pase, (porque siempre pasa), y lleguen la calma y la luz, y todo se llene de sentido, tal vez podremos repetirle a Dios, desde la perspectiva de la nueva cima, las palabras de Job: “Antes te conocía de oídas, pero ahora te han visto mis ojos”.
Es la última cena, y el panorama es desolador: Judas ha decidido traicionar al Señor; los discípulos, sus amigos, sus compañeros de camino, lo van a abandonar, y el pueblo, que fue enseñado, sanado, alimentado, va a pedir para Jesús la muerte en cruz. Aquel que ha pasado la vida eligiendo ser fiel al Padre y obrar el bien, va a ser rechazado. Y él lo sabe. ¿Dónde está Dios? Jesús ha sido fiel, y ha sido bueno, pero Dios calla, con esos silencios que nos desconciertan. Es difícil entender a un Dios que se esconde cuando tocan a nuestra puerta sufrimientos que no hemos provocado y tampoco merecemos.
La fe cristiana invita a confiar en un Dios que no vemos, y a mirar al otro como a un hermano, aun cuando ese “hermano” quiera nuestro mal. Pero ni la confianza en Dios ni la actitud fraterna pueden subsistir alimentándose solamente del sentimiento. En este sentido, la fe sigue el mismo patrón de todas las opciones definitivas: el matrimonio necesita el amor sensible y una decisión de entrega que se mantenga en medio de las fluctuaciones de la emoción; el estudio, el trabajo, los proyectos…, necesitan pasión y la decisión de continuar cuando llega el desánimo; los hijos necesitan amor gratuito y perseverancia ante los precios de una entrega continua y no siempre recompensada. La fe necesita hacerse certeza, seguridad que no excluye el sentimiento pero que no depende de él.
Por eso, Dios calla, y lo hace en aquellas situaciones donde la fe se vuelve una cuestión de vida o muerte, donde o se confía y se sigue adelante, o la persona se rinde y se hunde.
El sufrimiento cambia nuestras vidas totalmente. Cuando se ha sufrido, ya nunca se vuelve a ser el mismo. El dolor hace que el mismo hecho de vivir se vuelva distinto, y que la realidad adquiera otros matices. El que no sufre no madura, no se hace resiliente, no crece.
Cuando un matrimonio entra en crisis y sufre, y enfrenta y supera la crisis, el resultado es una reelección donde cada uno puede decir: “Ahora te amo a ti, y no a la idea que tenía de ti”. Cuando Dios se esconde y el sufrimiento nos introduce en el desierto de los sentidos, cuando tenemos que caminar y ser fieles sin entender nada, al final podemos decir: “Ahora creo en Dios, y no en la idea que tenía de Dios”. Y no sólo nuestra fe se hace más adulta y madura, sino también nuestra decisión de servir a los demás. La confianza en Dios y el servicio a los demás toman protagonismo, mientras lo pierde la necesidad de recompensa sensible.
Aún sabiendo esto, nunca dejará de ser duro.
¿Qué hacer cuando Dios calla y entramos en el desierto, en la oscuridad de la noche?
No pretender que pase, no luchar contra un sufrimiento cuyo cambio no está en nuestras manos y que solamente podemos asumir. ¿Qué podía hacer Jesús delante de la decisión de Judas y la cobardía de sus discípulos? Nada, sufrirlo, aceptarlo, tomarlo y ofrecerlo al Dios que calla. No se lucha contra el dolor inevitable. El dolor inevitable se acoge y se abraza.
Y a la vez, seguir haciendo todo lo que se hacía antes, y hacerlo lo mejor posible. No en balde decía san Ignacio: “En tiempo de borrasca, no hacer mudanza”.
¿Qué más podemos hacer? Hablar, desahogarnos, llorar, gritar si es necesario, con otros y con el mismo Dios. Decirle a Dios todo lo que sentimos, echarle la bronca a Dios si lo consideramos necesario, gritarle a Dios que no entendemos, que lo que nos sucede nos duele. Porque tal vez echándole la bronca a Dios es como único podemos decirle luego: “Yo sé que tú estás, no te veo, no te siento, pero sé, en lo más profundo, que tú estás”.
Y en medio de los silencios de Dios, no dejar de decirnos estar tres cosas:
– Que Dios nos ama, y sabe lo que hace.
– Que Dios no va a permitir que llegue a nosotros nada que no podamos enfrentar.
– Que Dios no va a permitir que llegue a nosotros nada que no contenga una bendición.
Y así, cuando la tormenta pase, (porque siempre pasa), y lleguen la calma y la luz, y todo se llene de sentido, tal vez podremos repetirle a Dios, desde la perspectiva de la nueva cima, las palabras de Job: “Antes te conocía de oídas, pero ahora te han visto mis ojos”.
Por el Padre Alberto Reyes a propósito del Martes Santo.
Evangelio: Juan 13, 21-33.36-38.
La Nueva República
CubaCID.com
Deja tu comentario